martes, 18 de enero de 2011

Fragmento V

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Fragmento...

Londres, 1836

Invierno

Los pasos irregulares y presurosos de Kenta Higurashi alarmaron a su esposa. Con el corazón corriendo intrépido en su pecho, y con los pies firmes en la puerta de entrada, sus ojos contemplaron la corpulenta contextura de su marido aun en la lejanía.

Nunca creyó experimentar tanto miedo por el bienestar de su familia como en aquel crepúsculo.

Naomi jamás lograría comprender la sociedad londinense a la cual ahora pertenecía. Sus raíces estaban en otra región, en otro continente; cruzando el ancho océano.

Se estremeció sin poder contenerse, no por el frio propio de la estación que calaba en sus huesos, sino por el rostro duro, de marcadas arrugas ya, y tenso de Kenta; cuando éste estuvo lo suficientemente cerca de la casa.

Ella corrió a su encuentro, acortando los pocos metros que los distanciaban, sin poder aguardar un solo instante más. Se horrorizo al ver la cara del niño que su esposo cargaba con fuerza. Le era fácil notar los músculos tensionados de sus brazos a través de las capas de tela.

— ¡Oh, por Cristo! —exclamo Naomi, acercando su mano temblorosa hacia el rostro del pequeño—. Llevémoslo dentro.

Kenta avanzo apretando el paso, siendo plenamente consciente de su mujer pisándole los talones. El tiempo estaba en su contra. Quería ayudar al niño desfallecido, pero sabía que debía actuar de inmediato. No solo los rasgos en el infantil rostro delataban la procedencia del mismo, sino sus ropas. Aun no comprendía si era una bendición o una maldición que él lo haya encontrado, moribundo y semi consciente, al borde del pequeño río a kilómetros de la casa.

Él no estaba en contra de los romaníes y, mucho menos, en contra de un crío.

— Calentare un poco de agua y mantendré alejada a los niños —anuncio Naomi de prisa, viendo como su esposo colocaba con cuidado al pequeño en el lecho—. ¿Crees… poder ayudarlo?

Las tupidas cejas del hombre se juntaron al fruncir el ceño. Sus ojos, negros como la misma noche, la contemplaron por un momento en silencio meditando la respuesta. Ella confiaba en él, con tal extremo y dicha, que su vida había estado en sus manos desde antes que la desposara.

— Haré todo lo que pueda.

Ella asintió en silencio antes de girar sobre su mismo eje y salir de la habitación.

La noche iba hacer larga.

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